Alguna vez más ya he hablado sobre la lluvia en mi blog. Los que me conocéis sabéis que me encanta ver llover y dejarme mojar por el agua que cae (salvo cuando llevo el pelo recién alisado, pero ahí interviene la ley de Murphy y de esa hablaré otro día). Si hay algo que me apasiona realmente es estar en casa, tumbarme con un buen libro y escuchar el sonido de la lluvia de fondo, y para que sea pura pasión es estar relajada en posición horizontal y escuchar el caer de las gotas.
Alguna vez más ya he hablado sobre la lluvia en mi blog. Los que me conocéis sabéis que me encanta ver llover y dejarme mojar por el agua que cae (salvo cuando llevo el pelo recién alisado, pero ahí interviene la ley de Murphy y de esa hablaré otro día). Si hay algo que me apasiona realmente es estar en casa, tumbarme con un buen libro y escuchar el sonido de la lluvia de fondo, y para que sea pura pasión es estar relajada en posición horizontal y escuchar el caer de las gotas.
Esta tarde estaba siesteando, mientras me relajaba contemplaba la belleza de mi pequeño sobrino durmiendo, tan bella imagen evocaba en mi una gran ternura. A la par el sonido de la lluvia conseguía que mi mente fuera poco a poco volando hasta... el sueño.
En mi interior empezaba también a removerse un sentimiento de ¿culpa?, yo ahí calentita, arropando a mi sobrino que, calentito también, descansaba plácidamente. Y miles de personas sin un techo, sin un hogar ni el calor de su familia, a veces mucho más importante que el calor que nos da una manta, un radiador o una chimenea. Tantas y tantas personas para quienes la lluvia es una amenaza y no una fuente de relajación como para mi. Tantos niños que no tendrán nunca la suerte de ser arropados, de ser mimados, de escuchar la lluvia como una melodía relajante. Me he sentido un poco miserable con mis ataduras, mis pequeños lujos y mis egoísmos.
Y esto es lo que me ha sucedido en esta tarde cotidiana de lluvia otoñal, preinvernal. Y me fastidia, porque creo que tampoco es malo que a una le guste la lluvia.
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